30 de abril de 2013

PASADO, AMBICIÓN Y OBSESIONES DE MÁXIMA (Las sombras de una reina)

Su padre fue funcionario de la dictadura y su madre juntó firmas para impedir el Juicio a las Juntas. La corona cuenta una historia rosa pero los biógrafos describen a la argentina que ocupará el trono de Holanda como una oportunista.
Alguien podría confundirse y pensar que es una historia digna de Walt Disney. Una mujer plebeya que por una de esas cuestiones mágicas acude por primera vez a un baile, tímida y asustada; pero a lo lejos ve a un hombre del que se enamora a primera vista. Tal vez cruzan unas palabras o ella tropieza y cae en sus brazos, para enamorarlo con su belleza, su sonrisa y sus cabellos dorados. Deslumbrada por las virtudes de ese hombre, ella descubre tiempo después que es un príncipe, su encantador príncipe azul que, a pesar de las diferencias sociales y sin miedo a lo que diga la sociedad, la convierte primero en su esposa y princesa y, años después, en su reina. Probablemente Disney la convertiría en una memorable historia, apta para toda la familia, un cuento de hadas. Pero las reinas de la vida real distan mucho de las que aparecen en los relatos infantiles y la historia de Máxima Zorreguieta tiene muchas sombras que la alejan de una historia de princesas.

Luego de la abdicación de la reina Beatriz, Guillermo Alejandro de Orange y Máxima Zorreguieta serán los primeros reyes coronados en el siglo XXI. Máxima, con su sonrisa y su personalidad, logró revertir una imagen inicial negativa y convertirse en el personaje más popular de la monarquía holandesa.

El nombre del padre y la madre. El pasado del padre de Máxima, Jorge Zorreguieta, fue uno de los primeros conflictos que tuvo que sortear la pareja para concretar su matrimonio. En septiembre de 2000, el primer ministro holandés, Wim Kok, le encargó a Michiel Baud, especialista en política latinoamericana, que investigara los vínculos de Jorge Zorreguieta con la última dictadura militar. El informe que recibió detallaba que fue subsecretario de Agricultura en abril de 1976 y que hasta 1981, ocupó el cargo de secretario de Estado de Agricultura y Ganadería. También había ocupado cargos en los gobiernos militares de Juan Carlos Onganía y de Alejandro Agustín Lanusse, como miembro de los consejos de asesores de política agropecuaria y económico-social. Si bien en varias declaraciones, entre ellas la que prestó como testigo en el Juicio por la Verdad en julio del 2001, Zorreguieta sostuvo que “de los desaparecidos me enteré en 1984, con el juicio a las Juntas” y que “estaba en otra cosa, en manejar la agricultura pampeana, no en la cuestión de seguridad...”, admitió saber que “había detenciones” y las distintas investigaciones demuestran que mentía. Los informes del historiador Baud concluían que “el señor Zorreguieta tuvo una posición alta. No podía ignorar lo que ocurría en el país. En posiciones altas, callarse es cada vez menos aceptable. Por la responsabilidad y el cargo que tenía”. Luego del estudio, en Holanda exigieron a Zorreguieta una declaración de compromiso democrático para que la boda se llevara a cabo y objetaron su presencia en la boda. Jan Thielen, periodista holandés que entrevistó al padre de Máxima, sostuvo que “contó casos concretos de familiares que acudieron a él. Él sabía dónde exactamente encontrar a un tal Domínguez, un funcionario de la bolsa de Cereales que fue liberado de Campo de Mayo por sus gestiones”. Otra confirmación de que Zorreguieta no desconocía las prácticas genocidas de la dictadura.

Esta no es la única acusación contra el padre de Máxima, que desde fines de 2007 y hasta fines de 2009 fue presidente de la COPAL (Coordinadora de la Industria de Productos Alimenticios), cargo desde el que pidió represión en Kraft Terrabusi. El padre de la futura reina fue denunciado en la justicia holandesa por el secuestro y desaparición de un médico sanitarista, Samuel Leonardo Slutzky, en 1977. También fue denunciado en 2005 en la Justicia Federal por la desaparición de la bióloga Marta Sierra, empleada del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA), que dependía de la Secretaría de Agricultura y Ganadería.

Su esposa y secretaria, María del Carmen Cerruti Carriacart, tampoco asistió al casamiento de su hija. Si bien ella no fue vetada en la invitación, su firma apareció en una solicitada que condenaba la apertura de los juicios a los comandantes de las Fuerzas Armadas. Además, en el libro Máxima, una historia real (Ed. Random House Mondadori), de los periodistas Soledad Ferrari y Gonzalo Álvarez Guerrero, se sostiene que la familia Zorreguieta sigue vinculada a personas asociadas a los años más oscuros de la historia argentina: “Cuando Zorreguieta tenía una oficina de despachante de Aduana, su socio era Ofilio Cabanillas, sobrino del represor preso por robo de bebés. Son amigos, incluso de Blaquier, por más que ahora no quieren que los asocien”.

La relación de Máxima con su padre es confusa, aunque Ferrari la calificó de “edípica, le pesa que él no pueda estar en ningún acto oficial. Cada vez que la va a visitar, le hacen escraches”. Como para confirmar la apreciación de la autora, hace algunos años, en una entrevista de la televisión alemana, la futura reina dijo: “Mi padre me dijo que nunca supo lo de los desaparecidos. Y yo le creo”.

Una relación histórica. La tibia condena del gobierno holandés a la participación de Zorreguieta en la última dictadura militar hay que leerla en el marco del vínculo fraternal que mantuvo la Casa de Orange-Nassau con la Argentina durante el gobierno de facto. A modo de ejemplo, Holanda fue el primer país en reconocer la administración de Jorge Rafael Videla, Emilio Massera y Orlando Agosti. Por otro lado, en el Mundial de Fútbol de 1978 el seleccionado holandés, que salió segundo, debatió un largo rato en el vestuario si recibir el premio de manos de Videla. Y el jugador Hans Jorritsma se fue al hotel apenas terminó el partido ya que “no estaba de acuerdo” con las cosas que ocurrían en el país. Cuando el equipo regresó a Holanda, la federación de fútbol local lo sancionó.

Con estos antecedentes es entendible que la Casa Real haya querido mantener en secreto la lista de invitados argentinos a la boda de Máxima y Guillermo. El temor era que se descubriera alguna persona vinculada a la última dictadura y que se desataran disturbios en la boda. El ocultamiento de la nómina permitió, por ejemplo, el ingreso de Alina, tía de Máxima, quien al igual que Cerruti Carriacart, firmó la solicitada en contra del Juicio a las Juntas. Una parte de la sociedad holandesa repudió el pasado del padre con cacerolazos.

El camino al castillo. Máxima nació el 17 de mayo de 1971, creció en Barrio Norte y fue educada en el prestigioso colegio Northlands, bilingüe, mixto y laico. Luego estudió Economía en la Universidad Católica Argentina (UCA) y tiempo después se estableció en Nueva York. En 1996 asumió como vicepresidenta de ventas institucionales para América Latina en HSBC James Capel Inc., y entre 1998 y 1999 fue vicepresidenta de la División Mercados Emergentes de Dresdner Kleinwort Bedson.

Conociendo al príncipe naranja. En 1999, cuando era vicepresidenta de ventas institucionales del Deutsche Bank de Nueva York, una ex compañera de colegio le dijo en un centro de esquí de Vermont: “Tengo el tipo ideal para vos”. El tipo era el príncipe Guillermo. Se conocieron en el verano andaluz, en la feria de Sevilla. Si bien la leyenda afirma que ella no sabía quién era ni a qué se dedicaba Guillermo, otras versiones aseguran que Máxima sabía muy bien dónde apuntaba. Bromeando, el príncipe bailó un tango, ella dijo que “era de madera” y él se río. Y se enamoró. En una entrevista previa al casamiento, Máxima aseguró que “cuando conocí a Alejandro, no me llamó nada la atención, sólo después de mucho hablar empezó a surgir el amor”.
En ese período, otro escándalo rodeó a la familia Zorreguieta: Laura Viña utilizó el vínculo sanguíneo para promocionarse como “la prima stripper” y aparecer en Playboy TV, además de desnudarse para varias revistas.

Con el tiempo Máxima empezó a mostrarse en compañía de la reina Beatriz y, por un pase del Deustsche Bank, se mudó a Bruselas. Se comprometió con Guillermo el 30 de marzo de 2001 y el momento bien podría utilizarse en una película infantil: él le propuso matrimonio en los jardines del Palacio. Unos años más tarde tuvieron tres hijas de cabellos dorados: Catharina-Amalia, Alexia y Ariane.

Concesiones y lujos. Es probable que el mayor deseo de cualquier mujer que se casa por Iglesia sea ingresar de la mano de su padre, cambiarse en una habitación en compañía de su madre y compartir en familia el momento de felicidad. No tener una boda soñada fue sólo una de las cuestiones en las que Máxima tuvo que ceder. A modo de ejemplo, en Holanda no es considerada argentina desde 2001, cuando renunció a su nacionalidad para adoptar la ciudadanía de su prometido y recibir la documentación el 17 de mayo, día de su cumpleaños treinta.

La religión también fue un tema de discusión. Previo a la boda tuvo que pedir permiso al parlamento holandés para conservar su culto católico. También logró que un cura católico argentino auspiciara la ceremonia. Eso sí: resignó transmitirle su religión a sus hijos, a quienes prometió educar bajo la fe reformista protestante. La biógrafa Soledad Ferrari contó en una entrevista que “por protocolo, los amigos deben estar aprobados. No tiene libertad, tiene mucha plata pero, si se quiere divorciar, sus hijas quedan bajo la tutela del padre”.

Claro que no todas son pálidas en la vida de esta joven economista devenida princesa. Basándose en su experiencia profesional, fue nombrada por el secretario general de Naciones Unidas, Ban Ki-Moon, como miembro del Grupo Asesor de las Naciones Unidas del Año Internacional del Microcrédito 2005. Y entre 2006 y 2009 fue asesora en el Sector Financiero Inclusivo.

A la pasión que la princesa tiene por el tabaco, y que hace honor a puertas cerradas, se suma su obsesión por llevar abrigos de piel. Tal es así que la fundación protectora de animales Bont voor Dieren, de Ámsterdam, la nombró en 2012 como “la tonta de las pieles”. El nombramiento ocurrió unos días antes de la víspera de Navidad, cuando Máxima acudió con sus hijas a saludar a San Nicolás vestida con un abrigo con capucha de pelo de mapache. El episodio no pasó desapercibido en el país europeo, que es el único que cuenta con un Partido de los Animales con representación parlamentaria.

La ostentación que la futura reina suele hacer de su vestimenta –las mejores marcas y en contadas ocasiones repite atuendos– llama la atención en el contexto de la crisis financiera que atraviesa Europa. Si bien entre 2010 y 2011 los ingresos de la Casa Real se redujeron en un cuatro por ciento, desde 2008 a esta parte compró tres propiedades junto a su marido. Ese año adquirieron una propiedad en Mozambique, al sureste de África, en la costa del Océano Índico, pero las críticas que recibieron los obligaron a venderla.

Un año más tarde compraron una mansión de 1.500 hectáreas en Pepilcurá, en Bariloche. Si bien la propiedad costó un millón de euros, la polémica se desató con la reedición del libro de Random House Mondadori, que reveló que la estancia es manejada por su tía Marcela Cerruti junto a Claudia Méndez Casariego, ex nuera del dictador Luciano Benjamín Menéndez. En esta vivienda el matrimonio y sus tres hijas pasaron la Noche Buena del año pasado.

La última transacción, a valor de 4,5 millones de euros, según retrató el periódico holandés De Volkskrant, se realizó en 2011 cuando los príncipes se compraron una casa de lujo en Kranidi, en el Peloponeso griego.

Reyes, fuera de la ficción. La familia encabezada por la Reina Beatriz cuenta con una fortuna estimada en cinco mil millones de euros. Cada año recibe 0,04 por ciento del presupuesto de Estado, cerca de 114 millones de euros en concepto de sueldos para tres destinatarios, la reina Beatriz y los príncipes Guillermo y Máxima, libres de impuestos. En los últimos números que circularon se hablaba de un sueldo para Beatriz de 764.304 euros anuales, mientras que su hijo y Máxima recibirían 226.460 euros cada uno. La última actualización de riquezas de la familia Oranje Nassau, de 2012, la ubica como quinta entre las familias más ricas del país, con 950 millones de euros.

¿Qué simboliza, entonces, una monarquía por fuera de la ficción? Podría remontarse históricamente al poder colonial holandés, el comercio de esclavos, el trato a los pueblos originarios de las colonias y las riquezas que se robaron durante décadas. La relación comercial de Holanda con la España colonizadora o el ya mencionado reconocimiento de ese país a la dictadura militar argentina como gobierno legítimo en 1976. El casamiento de Beatriz con un hombre de pasado nazi, la impunidad de las riquezas en una sociedad europea sumergida en crisis. Un esquema planteado desde antaño de reyes y súbditos, un slogan de la desigualdad y un claro atentado a las libertades individuales.
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Incongruencias

La noticia de que la reina Beatriz abdicará en abril –algo casi protocolar en Holanda cuando la reina cumple 75 años–, y la consecuente promoción de Máxima Zorreguieta, despertó reacciones contrapuestas en la Argentina. Mientras los medios de comunicación destinaron varias horas a la emisión y el análisis de la noticia, muchas personas se preguntaron qué puede tener de fantástico que a esta altura de la humanidad existan reinados y figuras que se rigen por la única ley del protocolo y ceremonial. Sin embargo, en Holanda se desató una “maximamanía” propia de ídolos destacados en actividades más terrenales, como el deporte o la música.

En Holanda, así como en España e Inglaterra, que mantienen el régimen monárquico, las figuras de la nobleza son vistas con aprecio y admiración por gran parte del pueblo, que no se desvela pensando, ni siquiera en plena crisis internacional, en el gasto que genera mantener la realeza. Muy diferente a lo que sucede por estos lares, donde todo el mundo piensa y opina por las compras de zapatos de la Presidenta.

La boda de Máxima y Guillermo despertó la curiosidad de más de 100 mil holandeses que rodearon el castillo para palpitar el festejo de cerca, agitando banderas naranjas, pancartas alusivas y vitoreando. Unos meses antes habían aparecido perfumes y marcas de indumentaria con la foto o el nombre de la princesa estampados, uno de los paseos comerciales más imponentes de Amsterdam pasó a llamarse Máxima Center y la cadena C&A modificó su nombre por W&M. Algunos, incluso, llaman cariñosamente a la futura reina “lady Max”. Es más: su rostro aparece dibujado sobre unas pequeñas y crocantes albóndigas de carne, una comida popular en Holanda.

Incongruente, el único término que califica adecuadamente ese quiebre profundo entre la vida real del siglo XX y el mantenimiento de una ilusión propia del Renacimiento.
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Opinión

El sueño de Cenicienta
Por Raquel Roberti

Parece increíble, pero los cuentos populares de la Edad Media llevados al papel alrededor de 1700 por Charles Perrault y los hermanos Grimm y al cine por Walt Disney, continúan siendo una constante en la crianza de toda niña sobre la tierra. Pequeñas Cenicientas que soñarán durante años con ser descubiertas por el encantador y adinerado príncipe.

Calzar el siempre pequeño zapatito, y si es posible el diseñado por el francés Louboutin. Sostener, además, una varita mágica –la billetera del galán– para concretar cualquier deseo. Y vestir con el boato de una princesa, claro, que de eso se trata en definitiva porque el romance –romántico significa fantasioso, ficticio, imaginario– es el decorado para disimular las hilachas. ¿O acaso Blancanieves, la Bella Durmiente o Rapunzel se enamoraron de príncipes pobretones?

Para nada, porque en los años en que esas historias se crearon, la única manera que tenía una mujer de desarrollar algunas de sus posibilidades –y de abandonar la casa paterna– era casarse con un hombre adinerado. Hoy la realidad es otra, las mujeres nos alejamos de los padres aunque no tengamos pareja, estudiamos, trabajamos y no estamos obligadas a depender de un hombre para vivir. Entonces, lo que resta es encontrar esa persona sin la cual no queremos imaginarnos, sea o no poderoso. No es fácil, por supuesto. Por eso todavía algunas mujeres eligen ser aquella Bella Durmiente o Blancanieves o Rapunzel y esperar –intentando atrapar, obviamente– al príncipe que viene de “buena familia” y si no tiene dinero, seguro lo va a heredar. El sueño de toda Cenicienta.
31.01.2013

27 de abril de 2013

¿Ahora nos tocará a los “rojos” saber perder?

POR EDUARDO SACHERI ESCRITOR. ENTRE SUS LIBROS DESTACAN “LA PREGUNTA DE SUS OJOS” Y “ESPERÁNDOLO A TITO”
Una idea insoportable. Así sentía la posibilidad de una derrota el autor, cuya novela más conocida fue la base para la película “El secreto de sus ojos”. Hincha fiel de Independiente, hoy se pregunta sobre el dolor y la nobleza que son necesarios cuando se lleva la camiseta.

27/04/13
Saber perder. Ese es el título de una hermosa novela del español David Trueba que publicó Anagrama. Pero son también dos palabras esenciales de uno de los muchos refranes que me enseñó mi abuelita Nelly. “Hay que saber perder: que ganar, cualquiera sabe”. A los seis, a los ocho años, yo era un tanto colérico en mis reacciones (espero haberme moderado con el tiempo). Y mi abuela trataba de enseñarme a domesticar la angustia y la frustración que me producía el hecho de perder.

Yo entendía sus argumentos, pero puesto en la situación de la derrota, me costaba mucho comportarme. La rabia, la desilusión, la imposibilidad de aceptar el fracaso, se me subían a los ojos en lágrimas furiosas, o en silencios hoscos de puños apretados. Para el caso, daba lo mismo la materia de la derrota. Podía ser un partido de fútbol en la vereda, una lucha cuerpo a cuerpo con mi hermano mayor o una escoba del quince. Pero perder me resultaba insoportable.

Y ahí estaba mi abuela, con su santa paciencia, domesticando mi apasionada e inútil rebeldía. Con los años me fui calmando. ¿Habrá sido porque maduré o porque, a medida que transcurre la vida, las derrotas son tantas que uno termina por acostumbrarse?

Los que somos hinchas –muy hinchas– de un equipo de fútbol tenemos, en ese amor, una involuntaria y perpetua escuela para aprender a perder. Es verdad que no todos los clubes pierden con idéntica frecuencia. Pero a todos les ha ocurrido esto de atravesar épocas tenebrosas. Algunos antes, otros después, todos los hinchas atraviesan por períodos en los que las derrotas no solo abundan, sino que se repiten hasta el hartazgo. Como le sucede, en estos últimos años, a mi querido Club Atlético Independiente.

El del fútbol es un dolor profundo pero culposo. Me duele lo que sucede a mi club de fútbol, pero me da mucha culpa que me duela tanto. Porque en el mundo ocurren, todos los días, tragedias descomunales.

Guerras, hambrunas, atentados, desastres naturales, injusticias y violencias de todo tipo. Y millones de prójimos sufren en consecuencia. Y yo, tan campante, me permito sufrir por un equipo de fútbol. Bien mirado –o mal mirado– da vergüenza. Pero no lo puedo evitar. Y como no lo puedo evitar, la vergüenza es todavía mayor.

Claro que, mientras uno le formula esas objeciones morales al dolor, las derrotas se siguen encadenando, y la posibilidad del descenso al Nacional B se vuelve una alternativa concreta, tal vez inminente. Y la angustia crece, por supuesto. En la Argentina los hinchas tendemos a identificar el descenso con una afrenta a nuestra virilidad. Sobre todo si somos hinchas de un equipo de los llamados “grandes”. En el caso de Independiente, además, hay una decepción adicional.

Luego de algunas décadas de logros espléndidos (sobre todo la de 1970), nos hemos ido hundiendo en una medianía y una intrascendencia crecientes. Los hinchas oscilamos entre el despecho, la nostalgia, una ingenua rebeldía. Y los años han ido pasando, y las administraciones fraudulentas que se apoderaron del club también. Y una institución que supo ser modelo de honestidad y coherencia padece, décadas después, el azote del endeudamiento atroz, el desmantelamiento de sus divisiones inferiores, la alegría a medias de un estadio nuevo pero sin terminar. La actual dirigencia del club se hizo cargo a fines de 2011, con el club en llamas. Y aunque me parece necio achacarle la responsabilidad del incendio al pobre pelotón de bomberos que intenta, lo mejor que puede, contener el desastre, creo que mi opinión es minoritaria.

En la sucesión de derrotas, en el riesgo inminente de descenso, muchos hinchas se la agarran con el que tienen más a mano. Es que el fútbol y la paciencia hace mucho que parecen enemigos.

Y yo, mientras tanto, con toda la tristeza que me provoca este presente de mi equipo, con todo el pudor que me genera, a la vez, sentir esa tristeza, aprendo. Como me sugería mi abuelita. Es una verdad de Perogrullo (pero verdad, al fin y al cabo) que uno aprende de sus derrotas, y no de sus victorias. Los triunfos no nos exigen otra cosa que abandonarnos a la alegría. Y eso hacemos. Son las derrotas las que nos interpelan para encontrar los porqués. En el fútbol, y en esferas de la vida mucho más importantes que el fútbol.

¿O acaso, cuando alguien se enamora de nosotros, perdemos el tiempo preguntándonos por qué se han enamorado? No. Nada de eso.

Con la autoestima por las nubes, disfrutamos nuestra victoria.

Las preguntas aparecerán después, si alguien deja de amarnos. Entonces sí. Entonces sí dedicaremos las horas o los años a interrogarnos acerca de los motivos.

En estos meses en los que Independiente se hunde en la peor temporada de su historia, también estoy aprendiendo sobre la catadura moral de algunas de las personas que me rodean. Me enternece, más allá del pudor que me provoca, toda la gente que se preocupa por mi salud física y mi estabilidad emocional. Los que le preguntan a mi mujer (con esos cuidados que uno le dedica a los convalecientes) “¿Y Eduardo cómo está?”. Aunque me dé mucha vergüenza pensar en que me estoy portando como un chiquilín, entristeciéndome por un club de fútbol, es grato saber que quienes nos quieren bien están atentos a lo que nos importa. Y también, aunque me pese, la profunda desilusión que me provocan otros, que disfrutan tanto la desgracia ajena que no pueden ocultar, en el brillo de los ojos, en la petulancia del comentario, que están felicísimos con lo que le sucede a mi equipo, y que han estado años preparándose para esto.

Sinceridad brutal y mezquina, pero siempre bienvenida. Si mi abuelita viviese, me encantaría charlar sobre esto. Enmendar en parte su refrán, en esa parte de “ganar, cualquiera sabe”. No es cierto.

Así como hay malos perdedores hay pésimos ganadores. En el fútbol y fuera del fútbol. Gente desbordada de resentimiento, incapaz de ver lo que hay de sí en los otros. Pero mejor regresar al asunto.

A lo largo de toda esta temporada, que se inició en agosto de 2012, vengo reflexionando sobre lo que le sucede a Independiente.

Por fortuna no lo hago a solas.

Tengo la fortuna enorme de poder hacerlo con mi hijo, que con toda su adolescencia a cuestas, y el mismo amor por el club, me convoca una y otra vez a que charlemos, a que polemicemos, a que entendamos. Y vamos y venimos en nuestros debates. Un día discutimos sobre en qué consiste la tan mentada “grandeza” de los clubes grandes. Otro, sobre si el presidente Javier Cantero estuvo bien o estuvo mal en enfrentar a los criminales de la barra brava. Otro acerca de tal o cual jugador: si sabe, si no sabe, si se esmera, si se deja estar, si le importa lo que está pasando. Otro, haciendo malabares matemáticos para saber cuántas chances nos quedan para mantenernos en Primera.

Los dos amamos profundamente al club, pero tenemos actitudes distintas. No sé si son producto de nuestro temperamento o de la historia que nos ha tocado a cada cual. Yo pertenezco (y no me enorgullezco de esa pertenencia) al bando de los pesimistas.

Es usual que la desconfianza y el temor tiñan mi modo de mirar el futuro. Y mi hijo es todo lo contrario: enarbola un optimismo sin fisuras.

Comenzó la temporada, como siempre, suponiéndonos campeones. A medida que el horizonte se fue oscureciendo moderó parcialmente esas convicciones. Pero solo a medias. Sigue convencido de que Independiente tiene grandes posibilidades de permanecer en Primera División.

Y yo, como padre, dudo.

No sé si dejarlo en paz con su optimismo o intentar precaverlo de lo que puede ocurrir. Algunos días pienso que mejor lo dejo confiar. Si las cosas terminan mal, por lo menos se habrá ahorrado unos cuantos meses de tristeza. Otras veces me digo que es mejor hacerle ver los riesgos, para que la potencial desilusión no sea tan abrupta, y que la mala noticia no le cale tan hondo.

De todos modos, mientras hablamos, mientras vamos a cada partido que juega Independiente en Avellaneda, aprendemos. No sé si aprendemos a perder, como quería mi abuela y su bisabuela. Quiero creer que sí. A nuestro alrededor, en la cancha, se multiplican actitudes diversas.

Están los que cantan y alientan durante todo el partido, indiferentes al resultado y a las chambonadas de los jugadores. Están los que callan, reconcentrados, y sufren en silencio. Están los iracundos, que al primer contratiempo empiezan a insultar, rojos de ira, a jugadores, cuerpo técnico, dirigentes, númenes protectores y constelaciones astronómicas. Y están los que viran de rato en rato, de una actitud a la otra, con los vaivenes del partido o de sus tripas. Dónde radica la grandeza, nos preguntamos con mi hijo, cada vez que volvemos de Avellaneda cabizbajos, con la canasta llena. Cuando los jugadores no consiguen hilvanar tres pases seguidos a un compañero. Cuando equipos que siempre se consideraron “chicos” nos derrotan sin demasiado esfuerzo. Pero seguimos aprendiendo, como quería mi abuela. No tanto por las respuestas, sino por la mera reiteración de las preguntas.

¿Por qué nos duele? ¿Qué es lo que nos entristece? ¿Qué representa, en nuestra vida, a fin de cuentas, el Club Atlético Independiente? ¿Por qué nos conmueve esa camiseta? Y por detrás de las preguntas, la enorme paradoja: millones de personas, hinchas de un club, pendientes de lo que hagan en la cancha once muchachos que no necesariamente son hinchas de ese club. Por supuesto, son profesionales. Trabajan de eso. Hoy juegan aquí y mañana en otro lado. Hoy tienen puesta mi camiseta, y mañana, si te he visto, no me acuerdo.

En el fútbol profesional los únicos amateurs somos los hinchas, y algunos dirigentes honestos. Y ahí, en medio del negocio, la camiseta. Roja para mi hijo y para mí. Pero de tantos colores como clubes hay en nuestro fútbol.

¿Vale la pena sufrir por algo así? Depende. Nosotros no jugamos, aunque sí nos puede tocar perder.

No está en nuestras manos decidir el qué. Pero sí es asunto nuestro definir el cómo. Ni la dignidad, ni la nobleza, ni la tolerancia, ni la fidelidad, ni la entereza, se ejercen en abstracto. Y si el amor por un club de fútbol nos permite plasmar esos valores y edificar esas virtudes, bienvenido sea. Me parece que los símbolos no valen tanto por lo que son, sino por lo que nos permiten ser.

Creo que de eso se trataba lo que mi abuelita Nelly trataba de enseñarme. Espero, de corazón, estar aprendiendo.

Fuente.

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